Somos carne de cañón. Somos los que lloramos, somos los que luchamos, somos los que escupimos, somos los que gritamos, somos los que, a veces, también callamos. Somos los que aceptamos hasta que resistimos. Somos la sangre, somos la transpiración, somos el dolor. Arriba, ellos festejan, ellos se ríen, ellos no sufren porque son quienes de todo sacan su tajada. Son ellos los que del hambre sacan provecho, de la esperanza sacan provecho, de la dulce ingenuidad y, a veces, de la obtusa obsecuencia. Y nosotros, de abajo, miramos. Porque seremos nosotros siempre la carne de cañón, los que tengamos que poner cuerpo y alma para hacer resurgir lo marchito, o para evitar el hundimiento total. Seremos nosotros quienes estemos cuando los castillos de arena se derrumben. Ellos ya estarán lejos. Todo para que luego vengan otros a vendernos más discursos de cristal que pretendan adornar la putrefacción reinante y, una vez más, volver a ser carne de cañón. Pero lo seremos dignamente. Porque ellos tendrán todo, pero lo que nunca tendrán, serán nuestros principios.
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