jueves, 17 de septiembre de 2009

Cuente hasta tres y pida un deseo

No había caso, hiciera lo que hiciera Elena, siempre era lo mismo. Siempre la misma sensación. A lo mejor una semana bien, pero siempre volvía. “Y también, el mundo te provoca”, se decía. Que Martín no llamaba, Juan parecía que sí, pero después no, Gabriel la aburría. En definitiva, no entendía bien si el problema era de ella o de los demás. Y después, la monotonía. Trabajo-facultad-casa-trabajo-facultad-casa-casa-trabajo-facultad.
Eso venía algo así como hacía veinte años. Bueno, no se acordaba si cuando tenía un año se sentía aburrida con la vida, pero sospechaba que sí. Su mamá siempre le decía que de bebé tenía cara de afligida, así que ya había algo que no andaba.
En las largas cavilaciones que tenía en los trayectos de colectivo, subte y, más aún, tren –el tren siempre le daba una tranquilidad que no sabía de dónde venía, se sentía de vacaciones- se le ocurrían muchas cosas y recordaba muchas otras pero nunca apareció ni un atisbo de la idea que repentinamente surgiría unos días después.
Una mañana como cualquier otra, se levantó para ir a trabajar pero en lugar de tomarse la bendita linea d hasta 9 de Julio, sacó toda la plata de su cuenta y se fue para Ezeiza. No lo pensó demasiado, fue un impulso. Un impulso de esos que usualmente dejaba pasar, sin dar demasiada importancia, o diciéndose que eran una locura. Llegó al aeropuerto –sin valijas, ni nada- y miró la pantalla con los vuelos próximos. Por suerte no era temporada alta, mucha gente no se va de viaje en mayo. Miraba: Nueva York, Roma, Barcelona…cuál, cuál. Ta, te, ti…Barcelona.
En el avión le daba un poco de ansiedad, estaba decidida aunque nerviosa, lógicamente, porque no tenía absolutamente nada planeado. Pero estaba contenta con haber dejado su pasado de errores y rutina atrás. Para ella, se había acabado la época de hacer cosas por obligación.
Cuando llegó a la ciudad, seguía sin tener un plan, pero estaba abrumada por lo que veía: el barrio gótico, la Rambla, Plaça Catalunya. Si tenía dudas, ahora sabía que había hecho lo correcto. Pero quedaba un paso más todavía. Elena quería lo exactamente opuesto a su vida anterior. El lugar elegido no implicaba oposición radical, por tanto, tenía que buscar lo opuesto a su oficina y su departamento. Y lo único totalmente opuesto a eso era la calle. Una vez había leído Rayuela, y se había impactado con la libertad de acción de Oliveira, sobre todo cuando decidía pasar una noche en la calle. Una mezcla de ideas que iban desde la rebeldía, el anarquismo y la vida bohemia la invadían. Y así empezó a caminar, sin conocer nada. Caminaba por donde quería, se sentaba donde quería y dormía siestas donde quería. Lo único que extrañaba eran los libros, pero ya habría tiempo de conseguir algunos de formas ilícitas. Unos días por las callecitas del barrio gótico, otros por el Parc Güell, otros en la plaza frente a la Sagrada Familia. Siempre se las rebuscaba para conseguir algo de comer, sobre todo en los mercados. Alguien se distraía, o se hacía el distraído y lograba sacar algo. Y siempre que podía juntaba unas monedas para poder comprar, no fuera cosa que, de tanto robar, se dejaran de hacer los distraídos.
Algo así como una semana después –el tiempo ahora corría de manera muy poco cronológica para Elena- se cruzó a María. María era como Elena en cuanto al hartazgo por la vida de oficina, las horas interminables enfrente de la computadora y las charlas vacías, sólo que ella era catalana. Además, ya llevaba bastante más tiempo de vida anarcaanticapitalista. Pero nunca le contó a Elena ni cuándo ni porqué había empezado su vida callejera.
En realidad, en ese momento, no estaban viviendo en la calle- María le contaba- sino en algo que Elena interpretó como un galpón, y que de hecho, se asimilaba bastante a la idea. A efectos prácticos podría decirse que era una casa abandonada y punto. “La Ele”, como le decían por ahí, se sentía como en una comunidad hippie y, cada vez más, todo parecía cerrar perfecto. María sirvió no sólo para hacerla entrar en ese ambiente sino para que Elena descubriera porqué siempre terminaban mal con Juan, Gabriel, Martín, Pepito…incluso le parecía estúpido no haberse percatado antes de la razón. Justamente, María era como Juan, Gabriel, Martín y Pepito juntos. Y, además, la trataba bien, cosa inédita en la vida de Elena. Ella se daba cuenta de que era la primera vez en su vida que experimentaba tantas sensaciones distintas, ya casi le parecía irreal su vida de tan sólo un mes atrás. Y no era sólo María, tenía que ser sincera, también todas las sustancias ilegales que circulaban por ahí servían para eso.
Precisamente ése fue el problema, porque nadie se dio cuenta de dónde terminaría todo. Nadie era consciente de los excesos. Nadie percibió que María estaba cada vez más callada, ni siquiera Elena, en ese momento. María le importaba más que nada en el mundo, pero ella tampoco podía hablar, mucho menos ver qué le pasaba a María, mucho menos darse cuenta de que, de a poco, la respiración de María era cada vez más suave, hasta que de pronto, se cortó.
Elena no sintió nada de eso hasta unas horas después. Recién con la cabeza más despejada se dio vuelta para besarla y sólo entonces notó lo fría que estaba María, lo abiertos que tenía los ojos, lo vacíos que estaban...Su mundo desaparecía y Elena conocía una sola forma de evadirse de todo, había a su alcance una sola forma de no sentir cómo se desgarraba todo por dentro… y era tomar el mismo camino que María.
Elena cerraba los ojos fuerte, llenos de lágrimas, pensando “que sea un sueño, que sea un sueño, que sea un sueño”.

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