miércoles, 13 de abril de 2016

Los bemoles de la adultez

Hace un tiempo ya que tengo la constante e inexorable sensación de que ya soy adulta. A los veinticortos no me pasaba, todavía me percibía bastante pendejita. Ahora, que me acerco más rápido de lo que quisiera a los 30, -pánico, terror, psicosis-sé que ya no lo soy, aunque juegue con dinosaurios de juguete y me siga riendo de cosas como "Carrer de Berga". Y con la conciencia de la adultez llega la noción, también ineludible, de que es, lisa y llanamente, una cagada. La adultez hace que te des cuenta que, muchas veces, todo lo que estudiaste no sirve para un carajo en un mercado cada vez más competitivo que, necesariamente, es excluyente. También hace que te avives de que el disfrute y la felicidad nunca son estados permanentes sino más bien circunstanciales y esporádicos. Con la adultez, mal que te pese, llega la preocupación por EL FUTURO, eso que hasta hace unos años te parecía algo tan lejano como la posibilidad de tener un pibe. Ahora, como un forro, pensás en qué vas a hacer si los precios siguen aumentando y vos seguís cobrando como el orto o ni cobrando. Y eso que algunos, como yo, tenemos la grata situación de tener un núcleo familiar -y no familiar pero afectivo- que te banca bastante. Imaginate sino. Pero, además, hace que te des cuenta que en cada una de esas preocupaciones se te está yendo la vida, el tiempo y, horror absoluto, la juventud. Ahora sabés perfectamente que la mayor parte de tu vida lo único que hacés es transcurrirla, levantarte temprano, hecho teta, ir a laburar en algún medio de transporte que va hasta la manija, hacer algo que las más de las veces ni te gusta, volver más cansado que cuando te levantaste y ¡pum! se te fue un día, y después otro, y después otro, y así. Sabés también que te angustiás porque no conseguís cosas que en realidad ni querés. Eso es el capitalismo y, por ende, eso es la vida de adulto. Sentirte un inútil porque, por ejemplo, no conseguís un laburo que en el fondo no tenés ni media gana de hacer, porque lo que también sabés, es que cuando lo consigas vas a volver a ser un alienado. Claro, hay gente que tiene otra vida, labura de lo que le gusta y tiene un ingreso por ello que le permite hacer los viajes que quiere, o más o menos. A ver cuántos son. 
En algún momento de tu tierna e ingenua juventud te convenciste a vos mismo (o te convencieron) de que ibas a poder hacer y vivir de algo que te guste. Hoy te das cuenta de que eran puras patrañas -lo cual si lo pensabas un poco y mirabas a tus viejos, era obvio. 
Ahora bien, te puede pasar que, por gracia de la vida, te enamores de alguien que, a su vez -¡suerte la tuya!-te quiera. Y ahí, ay ay ay, vienen, de la mano de una marea de felicidad abrumadora, otros miedos. Por ejemplo, el temor de que tu pareja finalmente se dé cuenta de tu vocación de filósofa nihilista frustrada e insoportable, se harte y te deje. O que, peor aún, le pase algo. Porque sí, señores, con la incipiente vejez aparece ese miedo a perder lo que más querés. Eso cuando sos un púber no te pasa tanto, salvo cuando ves películas de disney en las que siempre (vaya uno a saber porqué) se muere alguna de las figuras paternas. Es más, ahora también te asesta la conciencia plena de que te puede pasar algo a vos y eso, lógicamente, te va frenando. Cuando sos pendejo te trepás a todos lados, saltás de superficies altas, se te ocurren ideas ridículas como andar en lo que llamábamos poco coolmente patinetas y practicar saltar y cosas así (¿cómo?). Ahora sabés perfectamente lo que significa la palabra cuadripléjico y eso alcanza para que siete de cada diez ideas pelotudas que tenés no las pongas en práctica. Por suerte hay otras ideas idiotas que se te ocurren que, como ves que ya te estás haciendo grandecita y sabés que pasarte la vida ahorrando no te va a traer la felicidad, las concretás, te sacás un pasaje y te vas a tres meses a la goma con la plata que juntaste haciendo un trabajo que te parecía un bodrio sideral para gente que te trataba como si sólo fueras un engranaje más del sistema (que claramente es lo único que eras). Claro, a lo mejor también pensaste que cuando volvieras ibas a conseguir un trabajo.
Ni hablar de que ahora sos bien bien consciente de que un día te vas a morir y no, no va a pasar absolutamente nada. No vas a trascender, no vas a haber hecho nada demasiado importante y en unos años nomás va a ser casi como si nunca hubieras estado. Porque lo más cercano a la trascendencia que vas a poder alcanzar va a ser por vía ácidodesoxirribonucleica. Un Cortázar no vas a ser, eso que ni qué.  
Con todo, dicen por ahí que, pese al miedo patológico que ronda el número treinta, es una década más feliz en la cual todas estas angustias que te asestan a los veintisiete porque te diste cuenta que no estabas donde pensaste que ibas a estar o tenías que estar, desaparecen. Espero que esto no sea otro engaña pichanga como eso de que podías conseguir todo lo que querías. O como esa mentirita piadosa de que en la vida "las cosas te pasan", de que "ya te va a llegar", como si fuera a venir el hada madrina a tocarte con su varita mágica o que un día fueras a publicar tu libro y te llenaras de millones como J.K. Rowling.
Y pensar que cuando éramos chiquitos queríamos ser grandes. Qué boludos. 

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