Sabía que estaba en algún rincón de la comisaría, en ese mismo cuarto inmundo y frío de la otra vez. Lo habían agarrado en la puerta su casa y lo habían metido en un patrullero. Nadie en ningún momento le había pedido los datos. Sabía, entonces, que estaba jugado. En realidad lo sabía desde bastante antes, lo supo después de que lo paró la cana y lo mandaron a vender. Lo sabía desde que dijo que no y a la semana siguiente lo levantaron y lo cagaron bien a trompadas. Pero también sabía que no iba a ser él el encargado de su mierda, si querían la guita que se fueran a vender ellos, manga de ladris.
Entró un policía y él dijo “dejame salir, cobani”. Por respuesta obtuvo una risa sarcástica y un “qué negrito pelotudo, de acá vas a salir a laburar para nosotros o no vas a salir”. Juan calló, como solía hacer, como estaba acostumbrado a hacer. “No te hagas el gil, que seguro te la debés pasar choreando, vos”. A Juan se le llenaron los ojos de lágrimas pero hizo todo lo posible para que no se le notara y sólo soltó, después de unos segundos, “yo no robo”. El cabo primero de la comisaría segunda de Lomas del Mirador se cagó de risa y volvió a salir. Al rato, Juan perdió la noción de cuánto, volvió a entrar con un compañero y empezaron a pegarle, como una semana atrás. Como una semana atrás volvió a gritar pero nadie lo ayudó. “Te lo digo por última vez, pibe, hacenos caso o sos boleta”. Juan, como solía hacer, como estaba acostumbrado a hacer, calló. El cabo primero sacó un arma y apuntó a la cara de Juan.
De repente, cuando pensaba que ya estaba en las últimas, entró el sargento y dijo que lo soltaran. Lo metieron de vuelta en el patrullero y lo tiraron en el medio de la nada. Juan tardó cinco horas pero logró volver a su casa, donde encontró a su vieja y a su hermana desesperadas. Cuando lo vieron sangrando fue peor, él les contó todo pero les dijo que lo mejor iba a ser no hablar ni denunciar nada porque, al fin y al cabo, ¿quién le iba a creer a un negrito con pinta de pibe chorro?. Juan no entendió nunca qué habría pasado, pero tampoco importó, por alguna razón estaba vivo y afuera. Al día siguiente decidieron mudarse y Juan empezó la facultad. Desde que su hermana había arrancado era algo que quería pero pensaba que no era lo suficientemente inteligente para manejar. Y resultó que le iba bastante bien. Dejó de pensar que por alguna razón merecía el maltrato de otros, dejó de pensar que estaba bien que lo ningunearan. Ya no se sentía menos.
Extrañaba el barrio y cada tanto se daba una vuelta para ver a los pibes, aunque trataba de no hacerlo mucho, no fuera cosa de tentar a la suerte.Sus amigos le decían que a lo mejor para ellos también había un lugar en la universidad y él les decía que sí, que claro, que cómo no, que si él podía ellos también.
Con los años el recuerdo de aquellas noches en la comisaría se fue borrando y él casi sentía que eran parte de otra vida, una bastante infeliz. Ahora era otro, uno que siempre iba a saber de dónde había salido, uno que nunca iba a sentir vergüenza de ser morocho pero uno que podía sentirse tranquilo de caminar por donde quisiera, uno que ya no le tenía miedo a la yuta. Una realidad, ahora, que un poco le recordaba cuando era chico, cuando no existía el temor, la desilusión, cuando no existía la violencia -al menos en su conciencia- y todo era posibilidad. Ahora, aún cuando ya era adulto, todo volvía a ser posibilidad.
“Mirame, pendejo, quiero que veas cuando te raje un tiro en medio de la jeta”. Juan abrió los ojos y el cabo primero disparó.
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