El suicida piensa así, siempre
con la alternativa en puertas. El suicida no tolera el fracaso, por eso la más
nimia falla puede resucitar la idea, porque una vez que la idea germinó siempre
está latente. Pero la nimiedad sólo puede impulsar la idea, no el acto. Para
eso hace falta más, porque en verdad el suicida tiene miedo, sino ya se habría
suicidado o, al menos, lo intentaría una y otra vez. El suicida tiene miedo de
la vastedad, de la inmensidad de la muerte, del no saber. Por eso vive con la idea que lo carcome desde adentro,
sin poder llevarla a cabo. En un punto es tranquilizador, en un punto
angustiante. Lo que lo angustia es no poder tener la vida que quiere pero no
encontrar solución mejor que esa, lo angustia no saber pedir ayuda y tener que
recurrir a la dramática decisión. Lo angustia sentir que no lo van a entender,
que lo van a juzgar. La tranquilidad es la otra cara de la moneda, el saber que
existe esa última alternativa cuando la angustia se convierta en él.
El suicida puede ser de dos
maneras, mostrar a las claras con sus actitudes que es un suicida potencial o
disimularlo, armarse una pantalla que sólo deje ver un lado de él, ese lado que
sí quiere vivir. Por momentos su otro lado se filtra, es inevitable, pero hará
todo lo posible por soslayarlo para que nadie perciba la idea que lentamente va
creciendo en él.
El suicida vive en lucha
permanente, todo se reduce a quién la gana.
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