Este año tuve una experiencia nueva: unas vacaciones de esas que parecen ser las normales. Léase (por si todavía no se nota, me encanta usar esta palabra), ir a un lugar de la costa que frecuenta bastante gente –tampoco Mar Del Plata o Pinamar, no vamos a exagerar- en temporada. Primero sería importante aclarar que hasta el año pasado no iba a la costa desde, aproximadamente, los trece años. Y es de destacar que el año pasado fui a OSTENDE en Febrero o Marzo, no recuerdo bien, y en carpa. El panorama más o menos era el siguiente: mi amiga y yo solas en la playa, con tiempo nublado prácticamente todos los días. Eso y perderse a la noche por los límites con miedo a ser descuartizadas o atacadas por el perro sin cabeza. No era precisamente la onda de los adolescentes desenfrenados y de la playa Bristol.
Este verano el panorama fue bien distinto: playa con gente –aclaro que tres días estuve en un balneario, sí, sí, leyeron bien, en un balneario con carpa, cosa inédita en mi vida-, y salidas nocturnas. Salidas nocturnas consistentes en ir a bailar (Sacre bleu!) y tomar alcohol. Lo más, más impactante es el hecho de haberme relacionado con una prole de tarjeteros que, por supuesto, por la noche se embriagaban intensamente. Igual, para ser sincera, eran muy divertidos, eso sí. Pero más impactante aún, es que uno de esos tarjeteros era una especia de CAPO de los tarjeteros y, por ende, nos hacía pasar gratis y sin cola a un par de boliches y, además, nos regalaba alcohol gratis. Yo me sentía como el séquito de Ricardo Fort –otro hecho memorable, haber visto el show de Fort y ver todos los días a Rial-.
O sea, resumen de las vacaciones: playa, sol, chismes, alcohol, boliches.
Por el amor de Dios, Lucía, ¿qué te ha pasado?
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