El viernes pasado fui a la psicóloga después de dos años. Era de esperarse que no iba a ser una sesión normal, de persona coherente. También hubo cuestiones ambientales que colaboraron con mi ridiculez y torpeza nata para generar una situación absurda, como casi todas las que me involucran.
A la mitad de la sesión se empiezan a escuchar maullidos. Los primeros los ignoramos, pero siguieron. Como era ineludible, le digo a mi psicóloga:
-¿Ese gato es tuyo?-. Me dice:
-Sí, no sé que le pasa, nunca se pone así-. Como seguía, no quedó otra que irla a buscar. Sale una gatita blanca, hermosa. Le pregunto:
-¿Cuánto tiene?. -
-No, como cinco años pero se ve como que como la castré de muy chiquita quedó enana.-
Bueno, la cosa siguió normal, con la gata dando vueltas. En eso, estoy jugando con uno de mis anillos, como siempre, y se me cae al piso. Automáticamente pensé "por favor que no se haya ido debajo del sillón", porque ahí era donde estaba sentada. Obviamente, sí, con esa puntería que me caracteriza para la cagada, el anillo había caído debajo. Se ve que Romina me vio la cara, porque me dijo:
-No me digas que se te cayó debajo del sillón-
-Desgraciadamente, sí.-
Secuencia siguiente, yo agachada mirando debajo del sillón y Romina al lado.
-Ya lo vi, pero no alcanzo a agarrarlo.-
Como estaba cerca del extremo, Romina se pone a correr el sillón. Sí, primera sesión después de dos años y mis psicóloga se tiene que poner a correr un mueble porque a la boluda de su paciente se le cayó un anillo. Finalmente conseguimos agarrarlo. Pero ahí no terminaba la cosa, Romina corre el sillón de nuevo con la mala suerte de que la gata se había metido detrás y la aplastó. Nada grave, pero la gata chilló y salió rajando. Seguimos la sesión.
Al rato, la gata quiso salir al balcón y empezó a golpear el vidrio con la patita, así unos minutos hasta que, resignada, Romina se levantó a abrirle para poder hablar los diez minutos que nos quedaban de sesión.